Entrevió los destellos blancos del sol entre los columnares troncos de los árboles inmensos.
Descendió la cuesta guiado por el fluir del agua, fresca y transparente como el recuerdo de una madre.
Descendió con alguna dificultad, sorteando algunos tropezones y raíces… la agilidad había sido erosionada por los años indolentes.
Relajó un poco su cuerpo, cerró los ojos y se aferró al bastón blanco y al lazarillo de la suave pendiente como cadera o piel de durazno.
El terreno se volvió más húmedo, sus botas resbalaban en la hojarasca empapada y triste.
Divisó unas piedras casi romanas y percibió al transparente elixir cantando y formando remolinos de cristal y estrella.
La luz del sol, tangencial, encendía de brasas candentes su barba de varios días.
Dejó su ropa en el lugar más seco que encontró.
A medida que avanzó la fluida esencia fue abrazando el contorno de su cuerpo otoñal.
Reposó el dorso sobre la superficie áspera y rígida, como prejuicio, de una roca y allí permaneció, en un remanso, hasta que el trino cambiante y permanente de los pájaros anunció la inminencia del ocaso, de incienso, fuego y oro.
Emprendió la vuelta. Miró hacia atrás.
Al llegar, las llamas como abrigo y unos brazos de seda y terciopelo calmaron su frío como desarraigo y arrullaron su sueño.
Diego A. Marino