Reposó su mejilla de marfíl y cielo claro
en la rugosidad austera del marco de ventana,
abierta y perfecta.
Recorrío con sus dedos estilizados y nerviosos cada recoveco,
como excusa furtiva,
con el que acertó azarosa.
¿Por dónde vagaba?
Su mirada melancólica y algo distraída
se perdió en la inmensidad de la nada blanca
o en el algodón lunar del todo suave y fresco.
Quien sabe dónde...
Si fue más allá del horinzonte
o si, apenas,
se posó en un ramilla más allá de su nariz de estela.
Anheló sus afectos nítidos y sus lugares de bordes geográficos y rígidos.
Recordó la burbuja cristalina, aséptica
y de acolchada comodidad mullida que supo tejer cuando niña.
La anheló con angustia, casi febril y ansiosa, al no encontrarla.
Así permanació minutos, horas...
Largos años como trenes, sin fin o sin rumbo.
Llegó un día.
Comenzó alzar la vista clara y algo pesada,
de grilletes de ensueño e incertidumbre.
Temió volver a posarla en el horizonte inseguro y desnudo de cristalinas paredes,
como cotidiana y protectora cárcel.
Allí lo encontró perfecto,
al vencer el miedo como espina,
allí lo encontró seguro.
Allí vió el horizonte claro de pan y dulce nectar.
Se encontró afuera
y frente a ella la ciudad vibraba inmensa... la vida vibraba.
Se sintió a gusto consigo misma.
Intuyó, severa, que podría tolerarse y perdornarse...
y de hecho ya lo estaba haciendo.
Intuyó, severa, que empezaba a vivir su libertad preciosa de cera...
y de hecho, ya lo estaba haciendo.
Diego A. Marino
en la rugosidad austera del marco de ventana,
abierta y perfecta.
Recorrío con sus dedos estilizados y nerviosos cada recoveco,
como excusa furtiva,
con el que acertó azarosa.
¿Por dónde vagaba?
Su mirada melancólica y algo distraída
se perdió en la inmensidad de la nada blanca
o en el algodón lunar del todo suave y fresco.
Quien sabe dónde...
Si fue más allá del horinzonte
o si, apenas,
se posó en un ramilla más allá de su nariz de estela.
Anheló sus afectos nítidos y sus lugares de bordes geográficos y rígidos.
Recordó la burbuja cristalina, aséptica
y de acolchada comodidad mullida que supo tejer cuando niña.
La anheló con angustia, casi febril y ansiosa, al no encontrarla.
Así permanació minutos, horas...
Largos años como trenes, sin fin o sin rumbo.
Llegó un día.
Comenzó alzar la vista clara y algo pesada,
de grilletes de ensueño e incertidumbre.
Temió volver a posarla en el horizonte inseguro y desnudo de cristalinas paredes,
como cotidiana y protectora cárcel.
Allí lo encontró perfecto,
al vencer el miedo como espina,
allí lo encontró seguro.
Allí vió el horizonte claro de pan y dulce nectar.
Se encontró afuera
y frente a ella la ciudad vibraba inmensa... la vida vibraba.
Se sintió a gusto consigo misma.
Intuyó, severa, que podría tolerarse y perdornarse...
y de hecho ya lo estaba haciendo.
Intuyó, severa, que empezaba a vivir su libertad preciosa de cera...
y de hecho, ya lo estaba haciendo.
Diego A. Marino