Se fueron extinguiendo los brillantes colores.
El fuego se vislumbraba detrás de las lonas
que rodeaban el complejo.
Pronto salimos de las piletas,
movidos por una especie fuerza o intuición preciosa.
Nos reunimos frente a la maravilla que se nos presentaba.
La luz solar, reflejada sobre la superficie del Paraná
lo transformaba en metal fundido,
que al fluir, infinito, tronaba armónico y constante,
casi en el horizonte límpido.
Centenares de camalotes
lo surcaban, temerarios
Y algunos barcos pesqueros,
de porte pequeño,
dejaban su estela, estampada y fina.
Un murallón de árboles, verde tiniebla,
delgados y altos, apilados, casi fundidos,
decoraba aquel horizonte delicioso.
El cielo, en un degradé divino
culminaba el perfecto paisaje.
Desde el celeste más puro,
hasta el azul más profundo
pasando por la gama de rojos y naranjas como fuego.
En el centro, majestuoso,
el astro rey se fue deslizando,
poco a poco,
frente a nuestros embrujados ojos.
Se fue deslizando hasta rodar, silencioso,
por debajo de aquel horizonte.
Nosotros inmóviles e inmutables, solo contemplábamos.
Cruzados de brazos algunos,
con los brazos en la en la espalda otros.
La belleza tiene ese poder.
La facultad de reunir,
sin palabra por medio, sin preguntas, sin excusas
en una misma pasión
a un grupo de seres desconocidos.
La facultad de reunirlos
en una experiencia espiritual tan intensa como una lágrima.
Reunidos, casi hermanos, por un instante,
casi en adoración,
hacia ese sol, hacia ese ocaso, hacia ese cielo perfecto.
La belleza, transitoriamente,
puede sobre todo lo que nos aleja y separa
y nos hace olvidar, o al menos nos distrae,
de todo lo que nos culturiza…
Nos distrae por un momento
en el que nos reducimos
y, al mismo tiempo, nos elevamos
a simples y majestuosos seres humanos…
Recobramos por un instante nuestra naturaleza pura…
El fuego se vislumbraba detrás de las lonas
que rodeaban el complejo.
Pronto salimos de las piletas,
movidos por una especie fuerza o intuición preciosa.
Nos reunimos frente a la maravilla que se nos presentaba.
La luz solar, reflejada sobre la superficie del Paraná
lo transformaba en metal fundido,
que al fluir, infinito, tronaba armónico y constante,
casi en el horizonte límpido.
Centenares de camalotes
lo surcaban, temerarios
Y algunos barcos pesqueros,
de porte pequeño,
dejaban su estela, estampada y fina.
Un murallón de árboles, verde tiniebla,
delgados y altos, apilados, casi fundidos,
decoraba aquel horizonte delicioso.
El cielo, en un degradé divino
culminaba el perfecto paisaje.
Desde el celeste más puro,
hasta el azul más profundo
pasando por la gama de rojos y naranjas como fuego.
En el centro, majestuoso,
el astro rey se fue deslizando,
poco a poco,
frente a nuestros embrujados ojos.
Se fue deslizando hasta rodar, silencioso,
por debajo de aquel horizonte.
Nosotros inmóviles e inmutables, solo contemplábamos.
Cruzados de brazos algunos,
con los brazos en la en la espalda otros.
La belleza tiene ese poder.
La facultad de reunir,
sin palabra por medio, sin preguntas, sin excusas
en una misma pasión
a un grupo de seres desconocidos.
La facultad de reunirlos
en una experiencia espiritual tan intensa como una lágrima.
Reunidos, casi hermanos, por un instante,
casi en adoración,
hacia ese sol, hacia ese ocaso, hacia ese cielo perfecto.
La belleza, transitoriamente,
puede sobre todo lo que nos aleja y separa
y nos hace olvidar, o al menos nos distrae,
de todo lo que nos culturiza…
Nos distrae por un momento
en el que nos reducimos
y, al mismo tiempo, nos elevamos
a simples y majestuosos seres humanos…
Recobramos por un instante nuestra naturaleza pura…
Trenque Lauquen, 1 de Octubre de 2007