
Permanecían largos momentos mirándose, que parecían no transcurrir.
La muchacha, sonrojada, de tanto en tanto acomodaba su negro pelo en un ademán que la hacía aún más hermosa, pues al perfil mítico de su rostro agregaba una sensación de timidez y, simultánea, sensualidad que la hacían digna de contemplar.
El joven comenzó a acercarse hacia ella sin dejar de mirarla. Sus labios esbozaban una sonrisa clara en la que se intuía, transparente, un claro gesto de deseo ardiente que, ingenuo, se filtraba. La muchacha permaneció inmóvil.
Se encontraron frente a frente, a menos de dos pasos.
Su mano rozó la cara de marfil y nieve, se deslizó por su pelo como brisa, acarició su hombro y cuesta abajo rodó, rozando como seda, la totalidad de su brazo esbelto. Se detuvo, algo inquieta, en la armónica y gradual convexidad de su talle limpio. Los dedos de la mano contraria arrullaban su mejilla rutilante.
Miró con candorosa sensualidad sus labios, tejidos de pétalos de rosa, y su deliciosa esencia, como néctar, se escurrió hasta inundar cada centímetro de su boca de fresa y hasta acariciar todo su rostro como estrella.
Ascendió y sus labios rozaron la nariz con la suavidad y la parsimonia con la que una gota de rocío se desliza por una hoja, en vilo, al clarear el nuevo día.
Cerró sus ojos como lunas y sintió un escalofrío que se aventuraba por todo su cuerpo en flor sacudiendo cada fibra que agitaba su corazón de púrpura y terciopelo.
Permaneció inmóvil.
Sus manos rodeaban la cara fresca en el instante mismo en que besó su frente de algodón inmaculado y una lágrima de cristal brilló dejando su estela nítida y retumbó, sonora, al caer precipitada.
Se fueron alejando y solo la caricia de sus dedos salvó, por un instante, la febril distancia como bruma…
05-10-07