2 de febrero de 2010

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No se bien cuando sucedió. Pero en determinado momento el arco de trenque empezó a ser una alegoría o una metáfora del regreso. Empecé a ver con mayor frecuencia, o al menos recordarlo, el lado que da la bienvenida y casi nunca el que desea buen viaje, tal vez por negación o desesperación. 

Pero lo cierto es que para los que ya no estamos en nuestro Trenque hay pequeñas señales, que quizás por un pudor infantil o por un orgullo maduro percibimos en secreto y desde la soledad de nuestro asiento. 

Todo empieza temprano, bien temprano. 

Siendo el primer signo irrefutable, que anuncia la partida, la espera en la terminal. Hace poco revisando la metamorfosis, de Kafka, encontré con sorpresa un texto, escrito con lapiz en una de las hojas en blanco del libro. Era sin lugar a dudas una reflexión sobre el regreso, al final se confirma: 

Empieza así: 

¿Me pregunto cuales son aquellas cosas que me atan a lo que verdaderamente soy? 

Desarrollaba una reflexión sobre las raíces y culminaba diciendo: 

Hoy vuelvo, aunque sea momentáneamente, a mis raíces… hoy vuelvo a ustedes, pero sobre todo hoy vuelvo a mi.

Ese vínculo indisoluble entre el ser actual y el lugar donde transcurrió el nacimiento, infancia y adolescencia francamente me conmovió. 

Era una reflexión propia, cuando todavía optaba por la soledad en la terminal. Debo confesar que hoy casi nunca estoy solo, aunque eso no signifique que he cambiado tanto y he pasado a disfrutar de las multitudes. En aquel tiempo, hace años, estar solo permitía la reflexión y el pensamiento. La presencia de algún individuo de los que me eran conocidos entonces implicaba casi automáticamente la abolición del pensamiento y la adopción de una charla banal y una actitud hipócritamente alegre, evasiva. Hoy en días mis amigos, los que me acompañan, no generan esa anestesia, sino que la compañía se enriquece con reflexión. 

Luego de la salida de la plata, todo transcurría entre sueños y una oscuridad caótica y confusa que tornaba irreconocible el escaso paisaje visible que se perdía en la oscuridad de la noche. 

Luego de varias horas de incertidumbre, venían las certezas. 

Luego del peaje, la silueta lejana del Faro era el indicio inequívoco de que ya estábamos cerca, ya estábamos llegando a casa, certeza que era reforzaba por la fábrica de la Serenisima sobre ruta 5. 

Finalmente y casi en un frenesí vertiginoso venía la curva (actualmente la rotonda) y el arco de bienvenida a la ciudad. Ese Trenque Lauquen enorme era la certeza final: estábamos en casa. 

Por eso, me parece oportuna como primer foto, una que retrate esos signos que con nostalgia construimos y que aprendimos a querer los que nos fuimos, pero que cada tanto solemos regresar al lugar donde se gestaron muchas de las raíces que hoy nos definen como personas.

Diego A. Marino