Acudieron puntual, casi religiosamente, a aquella puesta de sol.
- A ésta altura de nuestras vidas y de nuestro desengaño, amigos, poco es lo que tenemos y mucho menos lo que nos queda - inició Vellmount, que estaba sentado a la derecha de un Tellería ciertamente conmovido.
- Con los desengaños hemos perdido esperanzas, es cierto, pero hemos ganado unas pocas certezas.
Por ejemplo:
- Ya nadie cree en el potencial redentor de las vacaciones, bien sabemos que apenas han de ser un descanso efímero de tanta rutina... pero lejos ésto de redimir nuestras vidas. Es cierto que este desengaño trunca de raiz la ilusión pueril que circunda a las vacaciones... sin embargo dicha conciencia trae consigo otra conciencia inmensamente feliz: el hombre se redime cada día durante toda su vida.
- Hemos renunciado, por cansancio, a creer en la posibilidad del retorno, todos nuestros intentos se han convertido en rotundos y crudos fracasos. No podemos volver a la niñez por mucho que visitemos los lugares que de niño frecuentábamos, incluso corremos el riesgo de estropear aquellos recuerdos inmaculados que guardamos y tan bien nos hacen... Nuevamente nos queda el día a día.
- Nada tenemos, muchachos... lo de mañana no ha llegado, lo de ayer está condenado, tarde o temprano, al olvido... solo tenemos esto - dijo señalando el ocaso - solo nos pertenece, transitoriamente, el presente... disfrutemos.
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Aquella tarde ese ocaso fue su más preciada certeza... aunque no la única: contundentes y enfáticos mosquitos se encargaron de espantar al grupo que se había instalado, mate en mano, en una de las montañitas de tierra a la orilla de aquel hilo de agua. Vellmount fue el primero en rajar, y mientras tiraba manotasos a los cuatro vientos iba vociferando: me cago en la impiedad de la naturaleza!!! Tras el corrieron Adolfo, Tellería... el último en huir, según se cree, fue Nogueira.