27 de enero de 2008

Haciendo caminos

Haciendo camino
Trenque Lauquen, Buenos Aires, Argentina
Museo de las Campañas al Desierto Gral. Conrado Villegas

En el parque, cerca del museo se encuentra esta maquinaria antigua de vialidad. Era utilizada para emparejar las calles de tierra, que actualmente sólo se encuentran en las afueras (muy afueras) de la ciudad. Era impulsada por la sangre vigorosa de animales de tiro.
Sería el equivalente de la "champlia" a motor, inmensa, majestuosa que tanto asombro y embeleso generaba en los niños, incluyéndome. Era una especie de monstruo mitológico y uno no podía evitar el pasmo, y se quedaba quietito, sentado en la vereda, con las rodillas abrazadas por unos bracitos enclenques y débiles. Miraba con ojos abiertos de impar a impar, y la maravilla y las historias que se entretejían en la imaginación, que nos abrumaba, congelaban nuestros párpados. Suspendíamos nuestros juegos, incluso nuestros simulacros de guerra, llenos de estrategias casi profesionales y emoción, para verla emparejar el terreno.
Nuestros ojos anhelantes y nuestra admiración eran uno de los reconocimientos más desinteresados y bellos que el arrugado y gris maquinista recibía. Será por eso que siempre nos saludaba con un gesto casi de orgullo y con una sonrisa radiante, que parecía despertar de su sepulcro de olvido y austeridad, un gesto y una sonrisa que recién hoy entiendo.
Levantaba su mano derecha o izquierda, según la dirección de la máquina y nuestra ubicación. Primero esbozaba un saludo con la mano desnuda, y luego se dejaba llevar por nuestra respuesta siempre ferviente y llena de saltos y gritos. Entonces, agitaba la mano más rápido, con ímpetu insospechado. Y pronto, para culminar el gesto, tomaba su boina gastada y la agitaba por los aires en uno de los saludos más emotivos que hoy recuerdo. Su escaso pelo blanco-grisáceo se dejaba ver sin vergüenzas, y esos ojos sin brillo parecían contagiarse de nuestra inocencia furtiva y de nuestra escasa vida y se animaban a relucir un segundo.
Y así se iba, sonriendo, con el alma distraída de sus infiernos personales… y con cada pasada recuperaba, aunque sea un instante, una parte de su juventud rosada y alejada y reconstruía su infancia con las piezas que tomaba de nuestras manos regordetas.
La veíamos partir con cierta sensación en el pecho que en ese momento no podía entender. Veíamos la máquina alejarse, haciendo camino, y algunas veces me pregunté por qué me generaba ganas de llorar… nunca lo comenté con el pelotón.
Una vez que pasaba, quedaba una montañita próxima a la vereda (sin cordones de material todavía, el límite no era claro) y está se convertía en nuestro juego largo tiempo. Siempre los cascotes de tierra dura hacían de proyectiles que impactaban con algún blanco o negro improvisado. A veces era una cordillera en escala 1:10.000 que nos desafiaba a los retos más peligrosos y arriesgados.
Cada tanto mirábamos el lugar por dónde la máquina había seguido… y la veíamos a lo lejos, casi indistinguible del horizonte, fundiéndose con el.
Siempre la esperábamos y repetíamos el ritual rigurosamente.
Un día sin fecha y sin nombre ya no vimos la boina y un pelo negro y abundante, que flamea con el viento, tomó el lugar de aquel color ceniza. Unos ojos brillantes, sin arrugas que los rodeen y que sólo miraban al frente tomaron el lugar de su mirada amiga.
Nadie habló, nadie se atrevió siquiera a respirar, mientras pasaba… nadie se atrevió, creo, o nadie atinó a levantar la mano. Otra vez el dolor que no entendía en el pecho y no pude evitar sostener la lágrima que no había entendido. Lágrima que jamás había confesado… pero que al volver la vista al pelotón vi que era universal y discreta. No creíamos en eso de que los hombres no lloran… sólo éramos niños.
Y así paso de largo, sin percatarse de nuestra presencia. Creo que esa fue la última vez que nos reunimos a verla pasar.
Del anciano maquinista, hoy prefiero recordarlo con la sonrisa radiante, con el pecho inflado de orgullo y con ojos anhelantes, recordando su juventud invitado por nuestra inocencia.
Me queda el recuerdo de la máquina amarilla partiendo eternamente, lejana, y en mi imaginación dibujo su rostro iluminado de la risa más clara y hermosa adentrándose quien sabe dónde o cuando y siempre haciendo camino.
Me alegra sentir esa sensación en el pecho en este momento y no reprimir las lágrimas… mucho ha cambiado… pero mucho sigue, gracias a Dios, igual.

Diego A. Marino
Trenque Lauquen, 27 de enero de 2008