Muchas de las casas de antaño, y algunas cuantas de hoy tenían y tienen gallineros en una parte del patio.
Recuerdo que de niño, en la casa de unas tías, los recorría tranquilo y curioso… siempre y cuando no me apurara algún gallo harto territorial y harto enfadado y por la invasión perpetrada.
Recuerdo, tal vez distorsionado y exagerado por los muchos años y por el pequeño tamaño de mi persona pasada, respectivamente, que era una especie de fortaleza inmensa, como un reino todo cercado que invitaba a la aventura misteriosa y pueril.
Recuerdo que transitaba cada tarde por el patio, pisando suavemente el suelo de tierra suave y caramelo.
Recorría cada sombra, buscando refugio del sol feroz que vertical me acechaba, apenas superado su cenit, a eso de las 2 o 3 de la tarde. A pesar de los recaudos tomados y no tomados, la insolación era casi rutina en mis días de niño y casi siempre las noches, después de un día de aventura y calor austero, mi almohada amanecía teñida carmesí y escarlata.
Saltaba de sombra en sombra, hasta divisar la metálica y herrumbrosa puerta que sería de entrada, o salida, a aquel reino misterioso. A través de las rejas comenzaba a vislumbrar los nidos y a algunas de las aves.
Recuerdo un olivo perfecto, con hojas gris verdosas, en el extremo contrario al de la puerta, que me servía de cuartel para espiar la posición de las plumíferas aves. Las veía picotear el suelo ilusas, raspar con las patas el suelo buscando las semillas de maíz que habían quedado de alguna comilona anterior.
Allí permanecía en silencio, acurrucado y acobachado esperando el momento oportuno para entrar por el preciado tesoro. Periódicamente, con una frecuencia predecible según la luz solar y otras variables que he olvidado, repetían un patrón de comportamiento y se retiraban todas, incluso los temidos gallos, hacia la parte más alejada del gallinero dejando los nidos solitarios. Era un lapso breve, minutos tal vez…
Esperaba ese momento, calculaba y corregía las variables que he olvidado, y cuando el cumplimiento del patrón era inminente… bajada del árbol y me agazapado como un predador me escabullía camuflado entre las plantas de baja talla que rodeaban el gallinero.
Cuando se cumplía la predicción, el comando abría sin hacer un solo ruido la puerta de la fortaleza y entraba furtivo y vertiginoso, dirigiéndome hacia los preciados nidos en busca del maravilloso y cálido tesoro.
Corría corría en puntas de pies.
Entraba en la especie de galponcito que hacía de techo y sombra para proteger los huevos que son vida.
Sabía que el tiempo apremiaba, el patrón también predecía el regreso inexorable en minutos.
Me arrodillaba en la mugre de los nidos y corría con mi manita regordeta algunas plumas hasta vislumbrar claramente el tesoro. Lo contemplaba unos segundos, extasiado sin saber bien por qué.
Luego tomaba uno de los huevos, aún cálidos, entre mis manos. Y una sensación me recorría, creo que ésta era una señal de mi alma, diciéndome que amara la vida desde el comienzo mismo. En fin, la maravilla que sentía me decía que lo que tenía entre las manos era una vida, frágil y hermosa, plástica y maravillosa, y que en mis manos tan jóvenes y en mi albedrío estaba la decisión de destruirla caprichosa y cínicamente o de protegerla y ayudarla a florecer. Metáfora hermosa que hoy estoy recordando y que, sin saberlo, recuerdo cada día y, sobre todo, cada sábado.
Por suerte descubrí, ya de chico, que son más hermosas las manos que construyen y protegen la vida… tal vez esto explique algunas elecciones de vida.
Miraba el reloj, el tiempo se terminaba. Sostenía a ese potencial ser en una de mis manos, mientras con la otra formaba un colchoncito mullido de plumas y palitos.
Lo bajaba suavemente, pues lo sabía tan frágil como el cristal de cielo. Lo depositaba con sigilo y me quedaba mirando unos segundos, tal vez con la mirada algo agradecida.
Pero debía regresar. Me escondía detrás de una de las chapas del galpón y visualizaba la posición de las aves.
Iniciaba el regreso, con pasos veloces y algo ruidosos… ya no importaba el ser descubierto.
Casi siempre, la misión era un éxito y salía ileso, sin siquiera estar expuesto a demasiado riesgo.
Sin embargo, otras veces el descuido personal o la pericia de algún gallo me genera una sorpresa nada grata.
Al girar, ya listo para partir… me encontraba con un gallo con su pico listo para disparar observándome inmóvil. Y vaya usted a explicarle de filosofía de huevos y vidas a estos iracundos animales…
Me quedaba inmóvil. Nos mirábamos fijamente, casi con desprecio el y casi suplicante yo.
Recuerdo que mi pecho se inflaba más rápido que de costumbre y percibía los latidos presurosos de mi corazón de niño y un sudor frío y viscoso tapizaba mis manos.
Inmóvil permanecía hasta que en un arrebato de valor o cobardía estallaba en un ágil salto y corrida, esquivando, casi pisando al gallote que reclamaba su territorio y legado.
Las corridas hasta la puerta, con la bestia detrás se hacían eternas. La puerta parecía inmóvil a lo lejos, a pesar de que mis pies veloces me decían que todavía seguía corriendo.
Un manotazo o una patada servían para abrirla y para cerrarla…
Luego del raid me sentaba contra una pared mohosa y oscura y contemplaba desde lejos al enfurecido animal. En parte entendía sus razones y lo justificaba.
Permanecía sentado un rato, pensando quien sabe que cosa: las mariposas que debía cazar, los soldaditos con los que quería jugar, la lupa para visualizar hormiguitas, qué plantas trepar, las figuritas que debía cambiar (las claves me han torturado eternidades), pensaba en dibujitos… que se yo… en fin, pensaba en todas las ocupaciones que llenan el tiempo de un niño muy niño.
Recuerdo, tal vez distorsionado y exagerado por los muchos años y por el pequeño tamaño de mi persona pasada, respectivamente, que era una especie de fortaleza inmensa, como un reino todo cercado que invitaba a la aventura misteriosa y pueril.
Recuerdo que transitaba cada tarde por el patio, pisando suavemente el suelo de tierra suave y caramelo.
Recorría cada sombra, buscando refugio del sol feroz que vertical me acechaba, apenas superado su cenit, a eso de las 2 o 3 de la tarde. A pesar de los recaudos tomados y no tomados, la insolación era casi rutina en mis días de niño y casi siempre las noches, después de un día de aventura y calor austero, mi almohada amanecía teñida carmesí y escarlata.
Saltaba de sombra en sombra, hasta divisar la metálica y herrumbrosa puerta que sería de entrada, o salida, a aquel reino misterioso. A través de las rejas comenzaba a vislumbrar los nidos y a algunas de las aves.
Recuerdo un olivo perfecto, con hojas gris verdosas, en el extremo contrario al de la puerta, que me servía de cuartel para espiar la posición de las plumíferas aves. Las veía picotear el suelo ilusas, raspar con las patas el suelo buscando las semillas de maíz que habían quedado de alguna comilona anterior.
Allí permanecía en silencio, acurrucado y acobachado esperando el momento oportuno para entrar por el preciado tesoro. Periódicamente, con una frecuencia predecible según la luz solar y otras variables que he olvidado, repetían un patrón de comportamiento y se retiraban todas, incluso los temidos gallos, hacia la parte más alejada del gallinero dejando los nidos solitarios. Era un lapso breve, minutos tal vez…
Esperaba ese momento, calculaba y corregía las variables que he olvidado, y cuando el cumplimiento del patrón era inminente… bajada del árbol y me agazapado como un predador me escabullía camuflado entre las plantas de baja talla que rodeaban el gallinero.
Cuando se cumplía la predicción, el comando abría sin hacer un solo ruido la puerta de la fortaleza y entraba furtivo y vertiginoso, dirigiéndome hacia los preciados nidos en busca del maravilloso y cálido tesoro.
Corría corría en puntas de pies.
Entraba en la especie de galponcito que hacía de techo y sombra para proteger los huevos que son vida.
Sabía que el tiempo apremiaba, el patrón también predecía el regreso inexorable en minutos.
Me arrodillaba en la mugre de los nidos y corría con mi manita regordeta algunas plumas hasta vislumbrar claramente el tesoro. Lo contemplaba unos segundos, extasiado sin saber bien por qué.
Luego tomaba uno de los huevos, aún cálidos, entre mis manos. Y una sensación me recorría, creo que ésta era una señal de mi alma, diciéndome que amara la vida desde el comienzo mismo. En fin, la maravilla que sentía me decía que lo que tenía entre las manos era una vida, frágil y hermosa, plástica y maravillosa, y que en mis manos tan jóvenes y en mi albedrío estaba la decisión de destruirla caprichosa y cínicamente o de protegerla y ayudarla a florecer. Metáfora hermosa que hoy estoy recordando y que, sin saberlo, recuerdo cada día y, sobre todo, cada sábado.
Por suerte descubrí, ya de chico, que son más hermosas las manos que construyen y protegen la vida… tal vez esto explique algunas elecciones de vida.
Miraba el reloj, el tiempo se terminaba. Sostenía a ese potencial ser en una de mis manos, mientras con la otra formaba un colchoncito mullido de plumas y palitos.
Lo bajaba suavemente, pues lo sabía tan frágil como el cristal de cielo. Lo depositaba con sigilo y me quedaba mirando unos segundos, tal vez con la mirada algo agradecida.
Pero debía regresar. Me escondía detrás de una de las chapas del galpón y visualizaba la posición de las aves.
Iniciaba el regreso, con pasos veloces y algo ruidosos… ya no importaba el ser descubierto.
Casi siempre, la misión era un éxito y salía ileso, sin siquiera estar expuesto a demasiado riesgo.
Sin embargo, otras veces el descuido personal o la pericia de algún gallo me genera una sorpresa nada grata.
Al girar, ya listo para partir… me encontraba con un gallo con su pico listo para disparar observándome inmóvil. Y vaya usted a explicarle de filosofía de huevos y vidas a estos iracundos animales…
Me quedaba inmóvil. Nos mirábamos fijamente, casi con desprecio el y casi suplicante yo.
Recuerdo que mi pecho se inflaba más rápido que de costumbre y percibía los latidos presurosos de mi corazón de niño y un sudor frío y viscoso tapizaba mis manos.
Inmóvil permanecía hasta que en un arrebato de valor o cobardía estallaba en un ágil salto y corrida, esquivando, casi pisando al gallote que reclamaba su territorio y legado.
Las corridas hasta la puerta, con la bestia detrás se hacían eternas. La puerta parecía inmóvil a lo lejos, a pesar de que mis pies veloces me decían que todavía seguía corriendo.
Un manotazo o una patada servían para abrirla y para cerrarla…
Luego del raid me sentaba contra una pared mohosa y oscura y contemplaba desde lejos al enfurecido animal. En parte entendía sus razones y lo justificaba.
Permanecía sentado un rato, pensando quien sabe que cosa: las mariposas que debía cazar, los soldaditos con los que quería jugar, la lupa para visualizar hormiguitas, qué plantas trepar, las figuritas que debía cambiar (las claves me han torturado eternidades), pensaba en dibujitos… que se yo… en fin, pensaba en todas las ocupaciones que llenan el tiempo de un niño muy niño.
Diego A. Marino.