28 de julio de 2010

Fotos de paisajes...

Fotos de paisajes_blog

Una foto de un paisaje invita a imaginar una historia o a revivirla, es una invitación que hace el fotógrafo/artista al observador para que complete la escena con un contenido emocional o afectivo que le es propio. Si uno por pereza o por comodidad se queda con la simple imagen, sin ejercer el acto creativo al que está invitado (que dicho sea de paso no solo corresponde al fotógrafo) es lógico que cualquier foto de un paisaje sea aburrida, estática y carente de vida.

Ahora, por ejemplo veo esta foto de uno de los accesos a Trenque Lauquen y no puedo evitar llenarme de nostalgia, porque me recuerda que he de partir. En este momento de mi vida ésta fotografía me llena de una nostalgia tan cierta, tan contundente como esta piedra que piso o como las espinas de aquella rosa que se clavaron en la tierna carne de mis yemas y llenaron mis manos de pequeños recuerdos carmesí.

Y no solo me connota porque pronto he de partir, siempre estamos partiendo. Sino que, no conforme con teñir de azul nostalgia el hoy (porque nostalgiamos en tonos de azul), se aventura en mi pasado. Y es así que por esta foto se convocan todas las partidas de mi vida. Se agolpan en mi memoria, en mi recuerdo y quieren volcarse, patentes y vigentes, en el hoy. Pero como son tantas y tan atolondradas se traban en la parte estrecha, en el umbral de mi alma… siento el nudo en la garganta que no calma con agua o con excusas… finalmente, ante el fracaso de la tarea de desatore… no puedo sino dejarme llorar.

Es increíble cuanto pesan las partidas con los años. Siempre se dice que uno termina por acostumbrarse, pero lejos estoy de hacerlo. En todos estos años no solo he revivido con cada partida la nostalgia y las incertidumbres de aquella primera partida, ya lejana, sino que hoy soy plenamente consciente (si es que se puede ser plenamente consciente) y esa conciencia, esa rigurosa y escrupulosa conciencia, carga kilos extra.

Y es lógico, o no se si lo sea, pero la partida me recuerda a los rostros con ojos empañados que se quedan detrás de esa lámina de vidrio helada que nos separa una terminal anónima de pueblo.

Sin embargo soy conciente de esa especie de naturaleza ambivalente que tienen los accesos, que quizás las emparentan remotamente con Jano.

Si bien es cierto que un acceso me recuerda la partida próxima y por ella a todas las partidas de mi vida, tiñendo e impregnando mi hoy y mi ayer del color y el olor de la nostalgia, también es cierto que me abren la puerta y la esperanza del regreso.

Porque estrictamente solo puede regresar quien se ha ido alguna vez. Quien nunca se fue no sabe de insomnios que llenan cientos de km. en el medio de la noche, no sabe de corazones que se aceleran al divisar un indicio familiar en el paisaje. No sabe de siluetas de árboles en la noche o de carteles perdidos, de peajes como oasis que son un preludio del destino. Quien no se fue no entiende de emociones que se encienden al vislumbrar, lejana y remota, una luz particular que nos dice con certeza que ya estamos en casa.

Y por supuesto la esperanza del regreso trae consigo el reencuentro con la gente que no se fue. Y eso, creanme emociona… y mucho.

Es inevitable que este regreso inminente, me recuerde otros regresos destacables… o sea todos y cada uno. Porque triunfante o fracasado, triste o feliz, siempre es mágico el mimo regreso.

Esta connotación circunstancial y ambigua, indudablemente me recuerda y consolida esa vieja teoría de Vellmount de los contrastes necesarios y solidarios que tantas veces expuso.

Y por medio de ella, todo Vellmount, el laberíntico y vasto Vellmount, se hace presente en mi recuerdo, ante esos ojos que miran desde adentro hacia adentro mismo.

Y junto con las palabras de Hernán llegan todos ellos: mis amigos. Ahora escucho sus risas, sus bromas, las poesías chuscas de Lescano, el rigor de cronista de Lambertucci que no pierde detalle, Fabricio confundiéndose con una silla de madera o una botella de cerveza a medio llenar, los chistes verdes y los derrapes de Gonzalito, entre tantos otros recuerdos y vivencias.

Y es así que de algo tan particular y cotidiano como partir o regresar, la misma foto, me pasea por la amistad haciendo pequeñísimas escalas en una filosofía de barrio.

Toda rama artística, en el culmen de su madurez, ofrece al observador la invitación a completar con trazos propios el esbozo del autor. Este siembra símbolos y señales dispersos en toda la obra, que son interpretados por el que observa o lee. Si éste no es distraído o un miserable, interpreta esos códigos, que primero le parecen ajenos y extraños. Sin embargo con las páginas o con la observación descubre las semejanzas con los propios símbolos, hasta que finalmente los encuentra suyos. Y es así que la obra cambia. Ya no es un capricho estricto y rígido de autor, es ahora el lector u observador quien escribe, pinta o retrata.

Es así que por esos fragmentos soltados intencionalmente, o no, el artista se convierte en puente, en medio hacia la creatividad, el recuerdo y la evocación.

Es por esto y otros tantos argumentos, no menos contundentes, que creo que la gente se confunde cuando dice que les resultan aburridas las fotos de paisajes. No han mirado con atención. O tal vez solo se detuvieron a mirar, pero no se permitieron ver y verse. Cada foto, incluyendo las de paisajes son una invitación a recordar y a evocar… a recordarse y evocarse… y eso jamás puede ser aburrido.


Este texto, que nunca fue libro, es de Carlos Alberto Tellería.