La voz de una mujer se elevo en el ambiente turbio de ruidos y humo. Tenían el tono tierno de la voz de un niño, de un niño confundido, por momentos asustado:
- Hernán, a veces las celebro, a veces me perturban profundamente- Dijo Elisabeth Arcamone, mirando la oscura silueta de Hernán, que apenas era un contorno endeble y frágil de luz.
No podía ver sus ojos, pero Elisabeth supo que la mirada del pensador se posaba sobre ella, como una caricia, como un consuelo, casi como un hombro que, conocedor de nuestros tormentos se brinda solícito y amigo.
La mujer sintió el viento de su mirada. Siempre se rumoreó que cuando Vellmount miraba, algo así como una onda de choque impactaba contra el observado, lo invadía, lo conmovía y la compleja profundidad del pensador se hacía patente como nunca. Muchos se negaban a mirarlo a los ojos pues sabían que eran un gélido espejo de verdad, a veces insoportable.
Vellmount permaneció en silencio.
Ella agregó con verdadero pesar:
- A veces me confunden tanto que siento, casi con horror, que pierdo mi identidad.
Vellmount se puso de pie y en un movimiento ágil se sentó frente a Elisabeth.
Ella pudo ver ese espejo nuevamente, pudo verse en sus ojos.
- Bendita seas mujer – dijo Hernán con una sonrisa que apenas se esbozaba y se perdía en la escéptica expresión que solía llenar su rostro.
- La confusión es, quizás, una de las maravillosas consecuencias de la claridad de pensamiento. – Agregó.
Ante la sorpresa de la mujer que se había dispuesto a escuchar, se puso de pie, dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta del Bar.
- Ya volveremos sobre el tema – Dijo con un guiño de ojos, mientras caminaba.
Ella, tan desconcertada como taciturna, lo vio partir. Con cada paso vio como su imagen se iba fundiendo con la oscuridad de aquel antro. Siguió sus pasos hasta que lo perdió de vista. .