Estoy en Trenque Lauquen. Aproveché la semana de invierno en el hospital para pasar unos días con mis padres y visitar la ciudad en la que nací. Por cierta desorganización de la que soy habitué perdí uno o dos días, pero eso no me importa. Es tarde. Estoy sentado a la mesa de madera que hace, a la vez, de escritorio y mesa de luz. Durante el día revolví los armarios y anaqueles hasta encontrarla. Ahora estoy frente a la Lexikon 80 que era del abuelo. El silencio de la noche puebla el patio y toda la ciudad. Aquí se duerme de noche. Es invierno y el frío se cuela por una rendija que se abre, ínfima, entre el burlete gastado y la hoja de la ventana que está a mi izquierda. Desde aquí, desde mi habitación, puedo escuchar sus respiraciones irregulares y graves, están dormidos. Una lamparita de las viejas, de 40 watts ilumina tímidamente el ambiente, con una luz cálida y suave, interrumpida ocasionalmente por un parpadeo y un sonido de cortocircuito. Imagino un texto. De pronto, inducido por las similitudes, me embarga una especie de ensueño, pertinaz y resistente al abrir y cerrar de ojos con el que intento deshacerme de él. Me sucede algo extraño, no estoy soñando, tampoco tomé tanto. Me veo como un adolescente, parezco de 15 o 16 años. La visión me perturba. Cierro los ojos y en esa oscuridad ficticia vuelvo a ser el que soy. Tomo coraje. Ahora veo mis manos en la máquina de escribir. De nuevo la oscuridad. Se escucha el ruido de las teclas y el carrete, siento el dolor de haber estado escribiendo horas. Me froto los nudillos de los dedos, me friego la cara. La visión se hace permanente y se extiende hasta mis emociones: soy un adolescente, tendré apenas 15 o 16 años. Hay una pila de hojas. Tachadas, desprolijas algunas de ellas. Las volteó una por una para ver qué escribo. Confirmo mi sospecha. Estoy de pie. Mareado. Una bruma nubla mis ojos irritados, pero percibo nítidamente. Mara duerme en el living. Siento un ruido, que intento seguir. Allí está, sentada. Me siento frente a la computadora. No me está mirando, sus ojos se fijan detrás de mi, justo sobre mis hombros. Un escalofrío me recorre de norte a sur, pero no tengo miedo. Me pongo de pie nuevamente, me siento ágil, pero todavía el alcohol entorpece mi caminar. Sigo el ruido de vuelta a la habitación. Alguien está escribiendo en la Olivetti. - Esto se pone bueno, Hernán... es un buen texto. No se quien es, pero por su tono seguro y sus rasgos comprendo que es el cronista. No se qué decirle, pero las palabras se articulan por mi y pesar de mi: - Sobre qué trata, Lambertucci?. Yo dije Lambertucci?, jamás había escuchado ese apellido o visto a aquel personaje. - Vení, sentate. Me siento a su lado. - Te cuento la trama, el texto trata de un joven estudiante de medicina, que está estudiando en La Plata y que vuelve a su tierra natal luego de mucho tiempo. Ejerce la escritura como pasatiempo mas que como profesión, ha dado con una estética modesta en algunos de sus textos breves. En su casa se reencuentra con la vieja máquina de escribir en la que escribió su primer texto. Inducido a una especie de ensueño por las similitudes se reencuentra con sus fantasmas o ficciones y vuelve a escribir. - Qué escribe? - Te leo: Estoy en Trenque Lauquen. Aproveché la semana de invierno en el hospital para pasar unos días con mis padres y visitar la ciudad en la que nací. Por cierta desorganización de la que soy habitué perdí uno o dos días, pero eso no me importa. Es tarde. Estoy sentado a la mesa de madera que hace, a la vez, de escritorio y mesa de luz. Durante el día revolví los armarios y anaqueles hasta encontrarla. Ahora estoy frente a la Lexikon 80 que era del abuelo. El silencio de la noche puebla el patio y toda la ciudad. Aquí se duerme de noche. Es invierno y el frío se cuela por una rendija que se abre, ínfima, entre el burlete gastado y la hoja de la ventana que está a mi izquierda.Una lamparita de las viejas, de 40 watts, ilumina tímidamente el ambiente con una luz cálida y suave, interrumpida ocasionalmente por un parpadeo y un sonido de cortocircuito. Imagino un texto. De pronto, inducido por las similitudes, me embarga una especie de ensueño, pertinaz y resistente al abrir y cerrar de ojos con el que intento deshacerme de él. Me sucede algo extraño, no estoy soñando, tampoco tomé tanto. Soy un adulto, algo relleno y bien plantado, parezco de 45 o 50 años. La visión me perturba. Cierro los ojos y en esa oscuridad ficticia vuelvo a ser el que soy. Tomo coraje. Ahora veo mis manos en la máquina de escribir. De nuevo la oscuridad. Se escucha el ruido de las teclas y el carrete, mis manos duelen, están cansadas. Me froto los nudillos de los dedos, me friego la cara. La visión se hace permanente y se extiende hasta mis emociones: soy un adulto, tendré ya 45 o 50 años. Hay una pila de hojas. Tachadas, desprolijas algunas de ellas. Las volteo una por una para ver qué escribo. Confirmo mi sospecha. Estoy de pie. Mareado. La presbicia empieza a nublar mis ojos, pero percibo nítidamente. Siento un ruido que intento seguir. Me siento frente a la computadora. Me pongo de pie nuevamente, me siento cansado un poco por los años y otro poco por el alcohol, nunca lo toleré bien, pero decide ignorarme o fingir que lo hace. Sigo el ruido de vuelta a la habitación. Alguien está escribiendo en la Olivetti. Es un hombre que me parece remotamente familiar. Está concentrado, parece no percibirme o tal vez lo hace. No deja de escribir. No se quien es, pero pero me siento a su lado y, como puedo, leo lo que escribe: Estoy en Trenque Lauquen. Aproveché la semana de invierno en el hospital para pasar unos días con mis padres y visitar la ciudad en la que nací. Por cierta desorganización de la que soy habitué perdí uno o dos días, pero eso no me importa. Es tarde. Estoy sentado a la mesa de madera que hace, a la vez, de escritorio y mesa de luz. Durante el día revolví los armarios y anaqueles hasta encontrarla. Ahora estoy frente a la Lexikon 80 que era del abuelo. El silencio de la noche puebla el patio y toda la ciudad. Aquí se duerme de noche. Es invierno y el frío se cuela por una rendija que se abre, ínfima, entre el burlete gastado y la hoja de la ventana que está a mi izquierda. Desde aquí, desde mi habitación, puedo escuchar sus respiraciones irregulares y graves, están dormidos. Una lamparita de las viejas, de 40 watts ilumina tímidamente el ambiente, con una luz cálida y suave, interrumpida ocasionalmente por un parpadeo y un sonido de cortocircuito. Imagino un texto. De pronto, inducido por las similitudes, me embarga una especie de ensueño, pertinaz y resistente al abrir y cerrar de ojos con el que intento deshacerme de él. Me sucede algo extraño, no estoy soñando…
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Trenque Lauquen
26 de Julio de 2014