Como la flor que uno huele
sin cortar
y conserva para siempre.
Como ese abrazo
latente
de algodón o nieve.
del primer otoño
que uno lleva para siempre.
Recuerdos que no son
otros que si:
siempre estuvieron aquí.
[...]
---
Magdalena Petraglia, es una gran lectora de poesía. Culta, refinada y elegante en cada gesto, hasta el más sutil. Hermosa. He visto sus manos mientras sostienen un libro. Son del color de la nieve, las supongo suaves, apenas surcadas por minúsculas y delicadas venas que insinúan un azul muy tenue. Una mujer de minuciosa memoria y de gran inteligencia. Pero era su corazón, bondadoso y lleno de amor, lo que destacaba por encima de todo. Siempre sentí una profunda ternura y admiración por Magdalena.
Recuerdo una tarde en la que me fue leyendo fragmentos de poesía de su querido Baldomero, referentes a la medicina. Guiado por su voz, fui descubriendo la dulzura y la cotidiana naturaleza de su poesía. Un niño, eso es. Sin embargo, qué profunda su metáfora y qué compacta. Hoy me pregunto si la ternura con la recuerdo esas letras no tiene que ver exclusivamente con su voz.
Mis intentos previos de escribir poesía redundaron en fracasos irremediables y contundentes. La belleza de los versos era al menos cuestionable, la métrica era kilométrica y cada verso ocupaba casi todo el renglón. Una vez recurrí al artilugio de suprimir el espacio que separa los distintos párrafos y descubrí, no sin tedio, que había escrito un cuento maravilloso. Por eso me volqué a la prosa.
Sin embargo, sentí el deseo de escribir poesía nuevamente. Ensayé unos versos simples en una servilleta, que leí a Magdalena. Como es propio de una dama, fue piadosa y sonrió.
Yo no soy tan optimista.
Roberto Lambertucci
12/07/14
12/07/14