Se depositó sereno en el asiento trasero del taxi.
Al hacerlo olvidó sus cotidianas paranoias y aflojó el cinturón.
Sin saberlo se había predispuesto al goce y al disfrute.
Poco a poco el auto fue acelerando y el hombre extraordinario fue sumiéndose en un éxtasis maravilloso.
Las motos se deslizaban con una armonía suave y sigilosa.
Las gotas de lluvia mojaban su brazo, que apenas atinaba a asomarse por la ventanilla.
Sonaba Charly y todo, todo, se había vuelto bello.
Los ruidos estridentes de la ciudad danzaban en sus oídos embriagados.
La gente y su mímica era todo un deleite.
Las contorsiones del taxi fueron un suave arrullo, que aumentó exponencialmente el milagro.
Supo que el mundo estaba en sus pequeñas manos.
El auto se detuvo, pagó y bajó sin mirar atrás.
Ahora se lo ve, parado, mirando el piso mientras espera el ascensor.