El día ya había empezado su cíclica decadencia.
Con el sol tendiendo al horizonte, a nuestra izquierda, éramos apenas un par de luces
entre tantas otras luces por la ruta 33.
Dos pequeñas, como tantas otras, que febriles e inquietas juraban mantener vivas esas contorsiones, proteger esas curvas y contra curvas, cuando el manto añejo de la absoluta noche cubra cada relieve y cada resquicio.
Un río intermitente de faroles, que vienen y van. Así nos deberíamos ver desde lo alto.
Pero en lo bajo, en lo más bajo y desde cerca, incluso por dentro de cada par de luces estábamos nosotros, los hombres. Con nuestras pequeñas o inmensas existencias, con nuestros miedos y nuestras certezas. Justo ahí abajo, tal vez sin saberlo estábamos los hombres.
Poco se de las utopías, apenas de la vida, de quien corre adelante mío. Tampoco se su rumbo, a veces lo intuyo por los cambios de velocidad y la proximidad de algún camino. Pero poco se de ese hombre.
Y lo cierto es que nada sabe de mi, salvo lo que puede percibir en las dos o tres miradas a través del retrovisor.
Transitamos frenéticamente en nuestras armaduras metálicas, en cuyo centro un corazón con sangre roja y cálida no deja de latir.
Cada quien sigue su rumbo, aunque por momentos se tenga la ilusión de seguir una misma dirección. Apenas son ficciones del camino.
Dos luces se desvían, justo ahora.
La oscuridad parece brindar seguridad, y los hombres dejan de lado sus máscaras heladas y vuelven a sentir la gramilla en la virgen suavidad de sus pies.
Paso a paso se han acercado a la orilla.
También nosotros lo hacemos como guiados por una fuerza irresistible y mansa que nos arrastra deliberadamente.
Miramos al Oeste.
Muchos otros, en este mismo instante han de mirar en la misma dirección.
Y allí, justo donde se esconde el sol (:-P), la ficción es quebrada y por un fugaz momento se encuentran, solidarias, las miradas.
En el Oeste.
Adolfo Lescano