Infinidad de veces intentaron quebrar la integridad de Vellmount.
Divide y gobernarás, pensaban.
La única forma protocolar de callar su razón, su juicio insobornable y filoso, era poniendo en discordia su corazón y su mente.
Es así que apelaron a sus emociones. A las más hondas, arraigadas y humanas emociones, intentando exasperarlas y enturbiar su juicio claro, tratando de lograr un asidero de reproche, una mancha que ostentar o demostrar que ensuciara el buen nombre que se había formado, sin siquiera buscarlo.
La empresa fue monumental y siniestra, desde fracasos académicos, decepciones familiares, amores rotos, pasando por la difamación gratuita y generosa, por la traición de supuestos amigos, hasta llegar a volverse sangrienta.
Nada lograron. En esos momentos, Vellmount, parecía responder con más razón. Este ser que parecía ir a contramano del mundo, parecía adueñarse del asalto de sus emociones intensas con más juicio que nunca.
La empresa llegó a ser demencial…
Osqui fue su perro, un regalo de su padre ya muerto. Por largos años le robó incontables sonrisas a Vellmount. Hay quienes dicen que su mirada tenía otro brillo cuando jugaba con su fiel compañero. Fue hace varios años, casi no sonríe desde entonces. Dos horas antes de una reunión en la que el peso mercurial de su razón inclinaba, por medio de su testimonio, la balanza desfavorablemente en la resolución de cierto asunto más que turbio, encontró a su mascota boqueando en la entrada de su casa, en medio de un charco carmesí. Dos cortes prolijos e intencionados, uno en el cuello, y otro seccionando su abdomen. Sus vísceras se habían salido, aun estaban calientes cuando Hernán las volvió a su lugar para correr a la veterinaria más cercana. Estaba cerrada, por supuesto. Osqui murió en sus brazos, con la mirada puesta en los ojos cristalinos de Vellmount.
La razón de Vellmount se mantuvo imperturbable, aunque la sangre quemaba.
La balanza se inclinó de forma contundente e irrevocable.
Cuando el juez dictó la sentencia, la mirada helada y filosa de Vellmount se cruzó con otra mirada ahora desequilibrada: ya no sonreía.
Esa tarde Hernán buscó un río, era otoño según cuentan. En una de las márgenes y bien cerquita del agua hizo un pozo de pequeñas dimensiones.
Una hoja cayó, zigzagueando, desde un árbol cercano. Se sostuvo a duras penas sobre la superficie de agua. Jugó en el río dando dos o tres volteretas, danzando con las pequeñas turbulencias, que imitaban sutilmente los vendavales que acosaban el alma de Vellmount. Luego encayó en la orilla, a dos pasos de Hernán. El agua comenzó a cubrirla suavemente, para cuando terminó de hacerlo él ya no estaba ahí.
El texto pertenece a las crónicas del doctor, y cronista, Roberto Lambertucci, conocidas como “El arte de la Invisibilidad”.
10 de Enero de 2006