Se recostó sobre la arenilla
que casi lastimaba y acariciaba.
Su joven y bronceada espalda.
El sol deslumbró sus ojos
obligándolo a entrecerrarlos.
Fue cediendo a la suave caricia de la brisa
Hasta quedarse dormido.
El tiempo parecía no transcurrir
o ya había transcurrido.
Las pequeñas olas jugaban entre sus dedos.
El viento enmarañó, juguetón,
su pelo negro como el abismo.
Pero su descanso continúo.
Pronto abrió sus ojos transparentes.
Se quedó sentado
y perdió su mirada
usando como excusas
las aguas del lago
o algún horizonte lejano.
Y a su través vio otros tiempos
que le parecian remotos.
Permaneció así largo rato.
Haciendo quien sabe qué.
O haciendo nada.
Pronto se puso de pie.
Y camino lentamente por la playa.
El sol a sus espaldas iluminaba
su cabello ceniza
y el viento parecía sacudir
ese cuerpo ya senil.
que casi lastimaba y acariciaba.
Su joven y bronceada espalda.
El sol deslumbró sus ojos
obligándolo a entrecerrarlos.
Fue cediendo a la suave caricia de la brisa
Hasta quedarse dormido.
El tiempo parecía no transcurrir
o ya había transcurrido.
Las pequeñas olas jugaban entre sus dedos.
El viento enmarañó, juguetón,
su pelo negro como el abismo.
Pero su descanso continúo.
Pronto abrió sus ojos transparentes.
Se quedó sentado
y perdió su mirada
usando como excusas
las aguas del lago
o algún horizonte lejano.
Y a su través vio otros tiempos
que le parecian remotos.
Permaneció así largo rato.
Haciendo quien sabe qué.
O haciendo nada.
Pronto se puso de pie.
Y camino lentamente por la playa.
El sol a sus espaldas iluminaba
su cabello ceniza
y el viento parecía sacudir
ese cuerpo ya senil.
Diego Andrés Marino
La Plata, 28 de Junio de 2007