- Introduzcala en su boca, con suavidad (no vaya a lastimarse), o póngala en su sien (como guste, Ud. es libre y puede elegir)...
- Oiga, no se distraiga.., no deje de mirarme a los ojos.
- Sienta el frio y el gusto del metal... petrificante, no lo cree?
- Sienta el escalofrío que corre por su piel... oiga, que sin dejar de mirarme!
- Permitase temblar y suplicar, vamos hombre, que nadie se humilla por llorar.
- Mire mis ojos, justo aquí, no quite la mirada.
- Deslice su dedo sobre el gatillo, lentamente, sienta la inmencia de la eternidad.
- Ahora me pondré de pie, besaré sus labios trémulos, besaré su frente limpia y me iré.
- Antes de que cruce la puerta sonará un disparo.
Una bandada de gorriones recorrió, caótica, el cielo porteño aquella tarde de octubre.
Bárbara Simini, como se ha de sospechar, era una mujer hermosa (morocha obviamente), sus manos eran estilizadas y de una delicadeza digna del más refinado marfil y según dicen la piel que rozaban se volvía joven, se sospecha que en sus labios se condensaba el rocío de inmortalidad, el precio que se pagaba por besarlos y por la eternidad, era módico: la muerte. No existe el hombre que no la haya amado, no existe el hombre que no haya muerto a sus pies.