Salté de la cama: algo me despertó. Eran las 5:30 hs, la pequeña seguía dormida al lado. Aun obnubilado por el sueño, supe que me había despertado una explosión. Creí que había sido un disparo, como se han escuchado otras veces.
Al poco tiempo comenzaron a escucharse gritos que no se entendían. Pensé que habían herido a alguien, por lo cual miré hacia Córdoba y Pueyrredón y sin embargo no vi nada.
Volví a apoyar la cabeza sobre la almohada y pocos minutos después los gritos se volvieron desesperados, gritos de auxilio y gritos de ayuda. No eran uno o dos, eran muchas voces gritando.
Volví a mirar, seguía pensando en el herido de bala… otra vez no ví nada. Cuando traté de seguir el origen de los gritos ví un reflejo en la fachada vidriada del Finochietto, sin entender mucho todavía, busqué la fuente del mismo y me quedé congelado: un departamento se estaba incendiando.
Era un incendio de una violencia que jamás había visto o sospechado.
Uno ve incendios catastróficos en las películas y sin embargo no arden ni queman como lo que estaba presenciando.
Estoy acostumbrado por profesión al sufrimiento y a la muerte, a los médicos y sobre todo cuando se ha trabajado o se trabaja en urgencias no nos es ajeno el sufrimiento y la muerte, no nos paraliza, pensamos claro, decidimos claro, actuamos aún a pesar de la tragedia de la que somos testigos, aunque siempre nos conmueve e impacta.
Sin embargo esto era de una violencia que desconocía, que no había visto antes, que no sospechaba y me quedé helado, se me puso la piel de gallina y se me hizo un nudo en el corazón o en el estómago.
Las lenguas de fuego salían del departamento hacia el balcón con una energía monstruosa, casi infernal, consumiendo todo a su paso. Subían extendiéndose hasta alcanzar el departamento de arriba, simultáneamente se escuchaba el crujido de las cosas quemándose, rompiéndose y vidrios que estallan. Una columna de humo colosal se elevaba como un leviatan, un humo denso casí viscoso, casi palpable, claro cerca de las llamas y negro al elevarse un poco, que superaba la altura del edificio y oscurecía toda la manzana.
Casi simultáneamente comenzaron a sonar las sirenas de bomberos y ambulancias en lo que fue un operativo enorme y bien coordinado.
Al poco tiempo los bomberos entraron al edificio, se veía las luces de las linternas recorriendo piso a piso, habitación por habitación. De forma coordinada y guiadas por gritos y llamadas, aseguraron todo el edificio, de pb a hasta la terraza y cabina de ascensores, cada uno en posición verificando si había personas atrapadas.
Pronto se los ve llegar al infierno, al origen mismo del fuego, no se detienen, no dudan, tienen que romper ventanas, cortar rejas, y no se detienen. Yo estoy a una cuadra y estoy congelado, con el corazón en la boca, con mil pensamientos en la cabeza y sin poder moverme, impregnado de terror incluso a la distancia, y estos señores no se detienen: el infierno no los detiene.
Imagino que el esfuerzo físico debe ser brutal, colosal, lo cual empeora hasta vértigo con las altas temperaturas y el humo, sumado a que trabajan a oscuras porque se corta la electricidad en el edificio. Es difícil de imaginarse en carne propia una situación parecida.
¿Qué pasa por la cabeza de estas personas? Son inmunes al miedo? Claro que no.
Se que están aterrados, por sus cabezas pasan mil pensamientos, el sufrimiento y la muerte de las personas que asisten, pero además (y en esto se diferencia con el proceso que hacemos los médicos) pasan en un segundo por su cabeza su salud, su vida, sus familias, sus planes, todo. Tienen miedo, desde ya, un miedo que apenas podemos sospechar, que solo lo puede describir quien vive esa situación. Pero a pesar de eso siguen, voluntariamente y se los ve meterse sin titubear al corazón mismo de las llamas.
Pronto comienza a salir un humo blanco desde adentro y las llamas comienzan a ceder.
Siguen recorriendo los pisos buscando víctimas, se los ve cargar a algunos, ayudar a salir a otros.
Se que tienen miedo porque el proceso ha de ser similar al “acostumbramiento médico selectivo” al sufrimiento y la muerte ajenos, que nos permite ser operativos ante la urgencia, conservando la emoción, la empatía y la conmoción ante el sufrimiento y la muerte. Es decir, el médico a pesar de mostrarse imperturbable y calmo ante situaciones dramáticas para las que se preparó y experimentó sigue sintiendo, se sigue emocionando.
Pero sigue siendo distinto lo de estas personas.
Están acostumbrados, es su trabajo y se preparan para eso, si, es cierto. Pero las cosas no son tan sencillas y uno peca en restarle importancia a lo que hacen estas personas.
Los médicos nos acostumbramos a cosas que paralizan al resto y podemos actuar, como ya mencioné, sin embargo pocas veces lo que vivimos amenaza de forma directa y categórica nuestras vidas, quizás en pandemia sentimos eso: la propia vida amenazada intentando salvar o curar a alguien. Ahí cambia el panorama, no es el sufrimiento ajeno, la muerte ajena solo la que está en juego (siempre una tragedia, pero no nos muerde el dolor a nosotros ni la muerte nos respira en el cuello)… En la pandemia fue distinto, estuvimos en peligro directo, era la propia salud la amenazada, era la propia vida en peligro. Ahí si se nos complicó pensar con claridad, tomar decisiones no fue fácil. Ciertamente fue un infierno emocional y físico que nos doblegó a casi todos y cuyas secuelas emocionales y físicas muchos padecen todavía. Quizás ahí experimentamos algo parecido.
Fue todo tan dinámico y rápido que es difícil describirlo y transmitir la escena fielmente.
Simultáneamente a bomberos se llenó de ambulancias del SAME, que llegaban y salían una tras otra, en orden a pesar del caos, que cargaban heridos y los llevaban a distintos hospitales para su atención. La policía coordinó los cortes de Córdoba y las esquinas alrededor permitiendo y ordenando el operativo que fue inmenso, de un gran despliegue de las tres entidades (SAME, Bomberos y Policía).
Fue una tragedia. Murieron varias personas y más de 30 internados. Siento una mezcla de emociones. Me alcanza la primera luz del día pensando todo esto.
No somos conscientes de la salud hasta perderla o hasta que se ve amenazada. No somos conscientes de la seguridad hasta perderla o hasta que se ve amenazada. Somos inmunes hasta que dejamos de serlo y ahí es desesperante, un infierno que nadie quisiera vivir.
Que no quede en unos aplausos perdidos y olvidados el reconocimiento y respeto de cada ciudadano a quienes nos cuidan y nos salvan en el día a día, poniendo la propia vida y salud en riesgo.
Diego A. Marino.