No han sido semanas sencillas.
En lo particular no le temo al encierro, por lo cual la cuarentena y el confinamiento al departamento sobre Paraguay no me ha afectado significativamente. Tampoco la distancia con mis seres queridos, con mis padres y con Olivia, ya por naturaleza extraño racionalmente, si es esto posible.
Además, no voy a decir que soy un exiliado, no voy a cometer esa irrespetuosa afirmación para quienes si lo fueron y con mayúsculas. No soy un exiliado, sin embargo soy un desterrado, mediocre, a medias y en grado menor, pero soy un desterrado desde que subí a aquel micro para irme a estudiar. Algo se inició en ese momento y ya no se detuvo, ese quiebre, esa ruptura, esa fisura cobró autonomía y poco a poco, desde un plano a veces imperceptible, fue segando las raíces, los vínculos hasta convertir una nostalgia en un imagen neutra, bella y cargada de recuerdos, pero emocionalmente neutra.
Quizás, a veces pienso, que al dejar el lugar en que nací, al dejar el terruño, ya no pude pertenecer a ningún lado. Siempre llevo conmigo, para mi pesar y angustia, esa sensación de estar pasando, esa sensación de no pertenencia que siempre atribuí, ingenuamente a no tener un departamento propio, a vivir de alquiler. Sin embargo entiendo que la situación es más compleja, al dejar el terruño, ya no pertenezco a ningún a ningún lado por lo cual soy de todos, universal.
Como decía, soy un desterrado que sabe bien lo que es la distancia obligatoria, la distancia por necesidad. Elegimos irnos, a estudiar, dejando a nuestros seres queridos. La diferencia entre 10.000 km y 500 km es apenas lingüística, cuantitativa: se está lejos y separados igual.
Entonces, algo se de estar lejos, por eso quizás esta cuarentena me encuentre con mejores herramientas para hacerle frente que aquellos que nunca debieron partir, que nunca debieron transformase en desterrados. Siempre lo consideré una diferencia enorme, quizás inmensurable e intangible, difícil de transmitir, que sitúa en observatorios distantes alguien del interior y a un porteño.
Han sido semanas difíciles, no por encierro, no por distancia. Todo lo contrario, tal vez por proximidad.
El miedo y la incertidumbre son enemigos de la razón. Y a veces cambian a los seres humanos, los desnudan, exponiendo su naturaleza endeble, su fragilidad, de lo que se defienden como pueden, con vehemencia, con violencia, huyendo... como puedan.
A veces el temor se condensa y toma la forma de egoísmo y para salvar el pellejo se condena el ajeno, el próximo o prójimo.
Fueron semanas de discusión, de choques. A veces fuertes e hirientes. A veces incomprensibles.
Y ahora he vuelto. Quien sabe por qué reabrí ese libro que había dejado.
Volví a Virginia Wolff.
Ciertamente me encontré con otra cosa. La vitalidad y la belleza de las imágenes que facilita, cargadas de detalles luminosos, de niños en contacto con la naturaleza, con el campo, el mar son maravillosas.
Sentí como los personajes y yo, a través de ellos, nos fusionábamos con el paisaje, con la tierra, con la naturaleza. Eramos uno. Como volvíamos a estado que analiza y describe Fromm de los primeros hombres y mujeres. Pronto, en este confinamiento, tuve la sensación de Edén, de fraternidad universal.
Cuanto necesitaba este re-vincularme emocional. Quizás necesitaba esto y por eso expuse cada nervio, cada nostalgia, y leí algo que había ia prometido no leer y me conmovió hasta la belleza.
Diego Marino