Foto de Carlos Alberto Tellería, en la que se retrata una pava común y corriente, semejante a otras 100.000 pavas. |
del latín coincidere,
que significa
ocurrir o caer juntamente...
Es de noche. Ya muy tarde, como me caracteriza.
Apenas estoy acostumbrándome a los ruidos del nuevo departamento.
La postergación me ha a obligado a estar trabajando de forma ininterrumpida, sacrificando los pequeños momentos de ocio de los que tanto disfruto.
- El hombre... - digo en voz suave - El hombre realmente no aprende, se repite una y otra vez.
Lo cierto es que estoy triste o quizás siento una remota nostalgia, casi ancestral diría.
No a flor de piel, porque intelectualmente se que debo trabajar y no es momento ni para la tristeza ni la nostalgia. He aprendido a dominar mis fantasmas, no reprimiéndolos o negándolos, como en otro momento de mi vida, sino orquestando y coordinando sus apariciones, sus interrupciones, encausando sus reproches y mis esfuerzos para que ambos tengan su debido lugar. No ha sido fácil.
En fin, retomo mi idea. Idea que no es actual, sino que me vino a la mente o al corazón, en ese momento que describo en la imagen: pero no era ese tampoco el momento de escribir...
Entro en la cocina, pongo la pava para el mate. La escena es harto cotidiana.
Cuando vuelvo a buscarla, la luz es tenue, cálida como un abrazo. El ambiente apenas está iluminado por el resplandor lunar y por el fuego celeste de la hornalla, que tiembla con el hilo de viento que se filtra, imperceptible, por la ventana.
Es como si esa luz tenue me hubiese trasladado bruscamente de la esfera intelectual a la emocional, es como si al cruzar el umbral de la puerta, ese filtro, ese organizador o temporizador cerebral se hubiese anulado sin permiso y el filtro, que protegía mi estudio y mi trabajo de las irrupciones de la nostalgia, se hubiera neutralizado.
Sentí de repente como si un aluvión de sensaciones me abordara. El todo adquirió un velo de belleza, cobró vida. Las cosas, desde la pava a los frasco de vidrio con tapa metálica para la yerba se llenaron de colores intensos, dejaron de ser cosas inertes para convertirse en símbolos que en el aquí y ahora marcaban las coordenadas de mi vida actual. La pava no era una abstracción de todas las pavas del mundo y de todos los tiempos, era esa pava particular. De la misma forma, cada cosa se transformó de su idea abstracta a su particular.
Me llamó la atención los colores, se volvieron más vivos, más intensos, por eso insisto. Quien haya tenido una migraña entenderá a lo que me refiero. Previa a la migraña los colores cobran vida, parecen brillar más intensamente, incluso uno entrecierra los ojos, pero no es un brillo que pueda opacarse cerrándolos, es un brillo interno que se deposita sobre las cosas. Las cosas no brillan por si, las cosas no han cambiado, es nuestra percepción la que se ha modificado.
Fue parecida la experiencia que tuve aquella noche, sin embargo había una diferencia fundamental. En la migraña, en el contexto del dolor, la percepción enriquecida se acompaña de una sensación desagradable, sin embargo en la escena que estaba viviendo estaba colmado de serenidad.
Sentí que estaba en la escena de varios libros, que alguien narraba mi vida, que se esmeraba fervientemente en escribir y transformar ese momento insignificante que estaba viviendo en una página memorable de mi historia vital.
- Me recuerda a un texto de Saint-Exupery - Me dijo Vellmount.
- Qué cosa? - Pregunté algo sorprendido
- La escena que estás percibiendo - respondió naturalmente.
Se quedó en silencio, mirando mi ceño fruncido por la sorpresa. Sonreía sutilmente, con una mueca entre pícara y satisfecha.
- Creo que es una escena de vuelo nocturno que te conmueve - Dijo después
- Es el capítulo XI de piloto de guerra - Dije con cierto enfado - es una escena...
Sonrió con algo de sorna:
- "es una escena muy cotidiana, colmada de belleza, que muestra al ser humano frágil e inmensamente bello" - dijo como citando a alguien, mientras me miraba fijamente a los ojos como midiendo y estudiando mi reacción.
Me quedé congelado, había citado textualmente las palabras que estaba por decir. Traté inútilmente de no corporizar la magnitud de mi sorpresa.
El mismo Saint-Exupery, en el Principito, dijo que cuando el misterio es grande uno no pregunta, se limita a obedecer.
Fue así que no pregunté y di por entendido y naturalicé lo que sucedía, aunque no lo entendía.
Hernán rió, seguramente sabía con certeza en que pensaba. Y cuando digo que lo sabía, no digo que lo intuía, que en un acto extremo de agudeza intelectual estaba descifrando lo que me pasaba. No. Cuando digo que lo sabía es eso, lo sabía porque lo sentía en su propia persona. Estábamos conectados.
No se en que noche, porque si sucedió sucedió de noche, y bajo que bello embrujo gitano o maldición los senderos de nuestras almas se enlazaron, se cruzaron quizás con violencia o suavemente, y quedaron ligados para siempre.
Muchas veces había pensado en este particular, sobre todo en situaciones que no he podido explicar racionalmente. Dos en particular.
La primera y universal es la vivencia de un deja-vu, sentir que una escena de nuestra vida se repite. Se que hoy las neurociencias y la psicología dan una explicación racional de estas experiencias. No estoy diciendo que sean visiones de otra vida, no lo creo. Sin embargo esas vivencias lo obligan a uno a reflexionar y a buscar una respuesta con el acervo intelectual, cultural y emocional que traiga consigo, sea este amplio o limitado.
La segunda es más personal, quizás universal para ese universo particular que son los escritores. No es que me considere un escritor, pero lo cierto es que, mal o bien, escribo. Recuerdo el primer texto que escribí. El primero formal, porque hubo otros muchos previamente. Nunca pude escribir en cuotas. Siempre que empezaba un texto lo terminaba y no me levantaba hasta hacerlo. Recuerdo que el primer texto fueron 13 páginas ininterrumpidas, en la Olivetti del abuelo. Recuerdo que terminé muy tarde y que dolían las manos, los dedos. Terminé tarde o tengo esa sensación, porque se que terminé a eso de las 15hs. Fue uno de los pocos textos que escribí de día, pero eso no importa. Al otro día, al releer lo que había escrito me quedé helado. Había palabras que no conocía, no sabía su significado. Supuse que en el delirio e ímpetu creador había recurrido a lo que tenía a mano, usando neologismos o poniendo en línea palabras cuyo significado desconocía. La sorpresa fue enorme, incluso me asustó un poco, cuando al buscar las palabras en el diccionario estaban usadas perfectamente para la situación que estaba describiendo.
Cómo podía explicarse que al escribir usara perfectamente palabras que en el día a día desconocía que existían?
Recuerdo que en aquellos días reflexioné mucho intentando dar respuesta a este particular. Surgieron varias respuestas, desde experiencias en otras vidas y explicaciones mágicas, hasta fenómenos de psicología y cognición. Sin embargo hubo una que particularmente me conmovió. Se me ocurrió pensar que en algún punto estamos conectados con otras almas, y que esa conexión se expresa de formas caprichosas, a veces imperceptibles como el reconocer una mueca en una persona que nunca habíamos visto, hasta formas muy manifiestas como poder anticipar palabra por palabra lo que piensa otra persona.
Esta idea me gusto en su momento, lejos del rigor científico, sugería una visión unificadora del ser humano, un ecumenismo de las almas que trascendía el espacio tiempo. No era el "ecumenicum vitae" de algunos sacrosantos padres de la iglesia cristiana donde el cristianismo es la única respuesta verdadera y las demás religiones están bien. No, no esa falacia, sino un verdadero ecumenismo que no nos hacía hermanos, sino que nos hacía uno, una misma masa pensante y sintiente. Tampoco era esa unión ancestral con la naturaleza, de la que gozaban metafóricamente Adán y Eva antes de la manzanita, no la de mac!, y a la que tanto se refiere Erich Fromm. No. No era una unión con la naturaleza, no era una energía informe común, sino que era una unión entre los hombres y mujeres de todos los tiempos. Eso me conmovió y quizás la dejé en suspenso intelectual, no por cierta, sino por bella.
Quizás Hernán, y otros tantos, tenían su explicación allí, en esa teoría en suspenso que había resguardado en mi corazón.
- En qué pensás - me preguntó
Lo miré sonriendo, con una mueca de picardía y sorna, y siguiendo su juego, haciendo como si no sabía que él sabía, dije:
- Pensaba en lo bello de esta escena, que me recuerda a un texto que leí hace tiempo.
Hernán sonrió satisfecho.
- Qué texto te recuerda, contame - Dijo naturalizando la situación.
- Es un texto de Saint-Exupery, creo que en vuelo nocturno, que habla de la belleza de lo cotidiano - Respondí.
- Conozco uno, también de Exupery, pero de Piloto de Guerra - Comentó Hernán sonriendo.
- Puede ser - Respondí y volví al trabajo.
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El texto pertenece a un diálogo de Vellmount y Marino, que presencié, mientras escribía sobre la escena en cuestión. Me pareció de cierta belleza minimalista, es por eso que la traigo.
En la foto de Tellería, se puede observar otro de los fenómenos de la fotografía. La fotografía tiene el poder de convertir un momento cotidiano en algo maravilloso, inmortalizarlo y preservarlo del paso del tiempo. El fenómeno contrario, también posible en la fotografía, es el de convertir una situación excepcional, al privarla del contexto, en algo cotidiano y con gusto a nada, digna de desaparecer en la oscuridad de la no memoria. La foto de Carlitos Tellería ilustra esta última situación.
Roberto Lambertucci.